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'Actos sin palabras: La transparencia y Las alcantarillas' de José Moreno Arenas


Actos sin palabras: La transparencia y Las alcantarillas, de José Moreno Arenas

Arte sin palabras


De las dos nuevas entregas con las que el dramaturgo granadino José Moreno Arenas se presenta ante el público lector podría decirse aquello que reza en el epitafio del célebre mimo francés Jean-Gaspard Deburau: dicen toda la verdad sin pronunciar palabra alguna. Se trata de dos brevísimas escenas, titulada la primera La transparencia, y Las alcantarillas la segunda. A las dos, que forman un conjunto de Actos sin palabras, les une precisamente la raíz nuclear aunque indefinible de la verdad. “En el mundo puede vivirse de decir la buenaventura –anotaba Lichtenberg– pero no de decir la verdad.” Por eso la verdad ha de reducirse al silencio, como se redujo Jesús ante la pretenciosa réplica de Pilato. Por eso tal vez el católico sin religión de Beckett reducía sus dramas a comedias, y las comedias finalmente a silencios. En esa senda nos ubican estas obras de Moreno Arenas, como agudamente señala en su presentación Adelardo Méndez Moya. Ambas carecen de espacios construidos. ¿Podríamos recordarle al lector de estas líneas las acertadísimas anotaciones del pintor-poeta Ramón Gaya?: “En la realidad no hay nada, no puede haber nunca nada… decorativo, es decir, vacío; y digamos, sobre todo, que en la realidad no puede darse cosa alguna –por neutra e inexpresiva que se presente– que además de ser ella (esa que aparece y permanece siendo) no venga a descubrirnos y explicarnos otra. Sabemos que las cosas y los seres que buenamente logran salir, subir a la superficie de la realidad, no sólo vienen a ser eso que son, sino que vienen, quizá más aún que a ser, a… decir, a decirnos, a revelarnos significaciones, y no ya significaciones suyas, sino de otras cosas y otros seres. Pero todo eso otro vendrá siempre dicho con una voz tan queda –en una voz, diríamos, de imagen, en una voz de metáfora– en una voz que no es voz, sino visión, casi como una silenciosidad.” Así, como entiende Gaya la realidad, la desnudez escenográfica de estos Actos sin palabras invita a la mirada a aventurarse en una visión que convierte el escenario en una pintura tridimensional y animada, donde las proporciones y proposiciones se confunden para suscitar en el espectador algo nuevo.


La transparencia que da título a la primera de las obras nos detiene en esa observación que traspasa la apariencia de las cosas. De donde vendríamos si fuéramos espectadores, es decir, del mundo, vienen los personajes en busca de su propio mundo, que es el escenario. Y si los personajes pirandellianos le rogaban al autor que les hiciera vivir, parecen éstos demandarnos la concesión de humanidad, como el informante kafkiano en la academia de sabios. Pues son un enjambre de simios chillones invadiendo nuestro espacio. El más adelantado de ellos consigue encaramarse al escenario, tras previa adánica caída, y posa en actitud pensante. De tanto insistir en su actitud el simio, entre tropiezos y caídas, acaba verdaderamente pensando, mientras sus congéneres no cesan de chillar, a pie de escenario, cuando tras la sorprendente aparición de una urna descubre su mano humana y se dispone a introducir en ella un papel a modo de voto. Si Hannah Arendt se pudiera encontrar entre los asistentes a la función no dejaría de sonreírse, pues de seguro advertiría la similitud entre el acontecimiento dramático y su propio pensamiento teórico, que contradice el postulado aristotélico fundamental. La política, surgida de la reflexión, y del consiguiente establecimiento del juicio que conduce a la acción, transforma la naturaleza animal hasta su humanización. Un segundo elemento le es procurado mágicamente al protagonista: un atril aparece en escena, quién sabe cómo. Consigue el efecto de cambiar los estridentes chillidos de los monos por expectantes aplausos. Pero la palabra iluminadora que debía brotar del pensamiento no llega a ser pronunciada, y la acción del líder se desvía hacia el espurio interés económico. Vuelven los chillidos desacordados, la autenticidad traicionada da paso de nuevo a los actos de imitación, al abandono del pensar suplantado por su remedo, a la reflexión deshumanizada de los espectadores-monos que descubren, ahora sí, en la imagen que les devuelve la urna convertida en espejo su condición irracional.


La segunda obra, titulada Las alcantarillas, es aún más breve que la que acabamos de comentar. Como un personaje de Dostoievski, alguien accede del subsuelo al escenario por una alcantarilla cuya tapadera cuesta varios intentos levantar. Como recuerda Méndez Moya, no es éste el único personaje de Moreno Arenas que asciende al escenario por vía semejante. Cada una de las acciones que siguen del protagonista, un joven de aspecto indefenso, se verá contrapunteada por una intensificación rítmica del silencio, como en la anterior obra lo hacían el parecer y el pensar seguidos de chillidos o aplausos. Lleva el joven una carpeta de la que extrae unos papeles que firma. Del cielo del escenario, inaccesible para él, que procede del subsuelo, desciende entonces un buzón para recoger currículos. No sin recelo, y después de recomponer su imagen con un peine, el joven deposita el suyo, que el buzón no tarda en escupir. La acción se repite una segunda vez. Y así como el vagabundo de Charlot se acaba comiendo la suela de sus viejas botas, el joven postulante de empleo acaba comiéndose su currículum, convenientemente sazonado. Descompuesta su figura, retorna resignado a su estado original de habitante del subsuelo. Pasa un tiempo dramáticamente interminable, poblado tan solo de silencio, y a otro joven postulante salido de otra alcantarilla, como si fuera rata o cucaracha, sucede otro tanto. Pero éste también acaba haciendo mutis tras el rechazo de su currículum, aunque de igual manera, renunciando a su propio y magro almuerzo. Hannah Arendt, como María Zambrano, vería en esta peripecia argumento semejante a los que advirtió en las películas cómicas de Chaplin.


Eliminada la palabra, consigue Moreno Arenas una universalidad semejante a la del arte del mimo o a la del cine mudo. Lo que dejo escrito es lo que yo he visto en la ilusión que nos procuran estas obras. Los lectores podrán ver cosas distintas. Pero no podrán sustraerse al efecto de imantación que este arte sin palabras crea. Porque la verdad no es una, y no se hospeda únicamente en el discurso del filósofo o del científico. El arte dramático enseña a descubrir la verdad en la transparencia de la ilusión, donde se reflejan las emociones de cuantos lo contemplan. La imagen resultante es la que cada cual componga, según su capacidad poética y su sentido de justicia. Esto es lo que ha perseguido y conseguido José Moreno Arenas en sus Actos sin palabras, tan breves como intencionados hasta en el detalle más desapercibido.


Actos sin palabras: La transparencia y Las alcantarillas, de José Moreno Arenas”, en Boletín del Centro Artístico, IV Época, N.º 8, Mayo 2019.

Centro Artístico, Literario y Científico de Granada.

Granada.


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