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EL CABARET DE LOS HOMBRES PERDIDOS. El cabaret donde se tatúa la perra suerte...



Un local medio vacío, una barra, un neón luminoso, una silla de barbero y tres personajes que esperan al cuarto. Un comienzo desconcertante, confuso, que te va calando poco a poco sin saber demasiado bien qué demonios estás viendo. Pero acaba atrapándote, al menos a mí.

Willkommen, bienvenue, wellcome… a El cabaret de los hombres perdidos. No temas si te pierdes al comenzar, ni te preocupes si una parte de ti quiere salir corriendo, espera un poco, no te impacientes, déjate llevar durante la próxima hora y media, no te reveles contra tu destino inmediato.

El destino, de eso va este musical sui géneris de los autores franceses Patrick Laviosa y Cristian Simeón que se estrenó con éxito en París en 2006 y en Buenos Aires seis años después. Éxito de público, de crítica, premios, reconocimientos varios… Pues olvídate de todo eso, incluso olvídate de que se trata de un musical, porque no es para nada la idea que tienes del género. Entra en este cabaret sin mucho que esperar, sin idea de lo que vas a ver y sin conocer las melodías o la trama, te va a confundir y a turbar de todas formas. Mejor así.

Por fortuna comienzan a proliferar piezas musicales de pequeño formato –lejos del por otro lado maravilloso concepto del gran montaje escénico plagado de bailarines y cambios de vestuario- que nos demuestran que esta forma teatral sigue viva y en evolución. Y que simplemente con unas cuantas voces, un piano y una buena historia que contar ya lo tienes: un musical.

Y éste tiene algo que siempre me ha gustado: la facilidad con la que el texto y las canciones se suceden sin que nada interrumpa el relato, al contrario, ayudando a que avance y gane en intensidad, humor y drama empujado por la música y las letras.

Le cabaret des hommes perdus, título original del show, cuenta con una partitura que se presenta desconcertante al principio –no puedo evitar que me recuerde en algo al arranque del bestial Assassins de Sondheim, vete a saber por qué-, muy de acuerdo con el tono que pretende la función, pero poco a poco empieza a lograr sentido a la vez que va referenciando cosas que hemos oído antes, pero desde un prisma de originalidad, de innegable personalidad. A la música de Laviosa le secundan unas letras agudas, divertidas, ácidas, de su compañero Cristian Simeón en una más que solvente adaptación de Jorge Roelas y Alicia Serrat, logrando lo que tan difícil parece ser, que el texto tenga sentido y gracia transportado a nuestra lengua.

Muy bien por la dirección de Víctor Conde, que consigue que el complejo entramado de personajes evolucione a la vez y gane entidad, ritmo y equilibrio. Como equilibrado se presenta el cóctel entre comedia y drama, con una cadencia pareja en ambas trayectorias. Y es que habría sido tan fácil pasarse o no llegar…

Y los actores. El punto fuerte de esta función son los cuatro pilares en los que se asienta con solidez y seguridad. Los actores.

No vamos a descubrir ahora la valía de Ignasi Vidal en estas faenas. Ni voy a mencionar las grandes y pequeñas obras en las que ha participado hasta la fecha. Con decir que es un valor seguro si buscas un actor que haga creíble lo increíble, que pueda cantar y actuar sin que parezca falso o impostado, y que le pueda echar un par de "bemoles" a un trabajo tan jodidamente abstracto como éste… ya he dicho bastante.

Tampoco voy a sorprender a nadie hablando de la hermosísima voz de Armando Pita, en un personaje tal vez más contenido que los de sus compañeros, pero demostrando tablas y oficio en todo momento. Y cómo son esas miradas de deseo y abandono…

Ferrán González en el papel de Lullaby, la enigmática transexual transida por su propia tragedia –genial su momento Norma Desmond- he de confesar que tarda algo en convencerme, pero finalmente lo logra, sobre todo tras la divertida habanera que se marca con su chulo. Es de agradecer que se aleje del típico cliché con el que suelen abordarse papeles así, aunque a veces se espera menos contención en un rol como éste.

Igualmente el personaje de Dicky -el chulo en cuestión- va ganando conforme avanza su catarsis, y Cayetano Fernández consigue plasmar la total indefensión de este pobre diablo resultando cada vez más enternecedor. La metáfora sobre los nombres tatuados invadiendo su desvalido cuerpo no parece la cosa más original sobre el papel, pero el actor logra salvarla poniendo toda la piel en el asador, y nunca mejor dicho.

Aunque el espectáculo fue estrenado recientemente en los Teatros del Canal, he tenido la suerte de verlo en su escenario actual, el del Infanta Isabel, un entorno tan acertado que no puedo imaginarlo en otro espacio. Y es que el decadente tugurio se mimetiza a la perfección con la vetusta sala de la calle del Barquillo, incorporando a la acción desde el raído terciopelo de las butacas a los estucos desconchados del proscenio, metiendo fácilmente al respetable en el local más chungo de la ciudad. El cabaret donde se tatúa la perra suerte en el pellejo de los que buscan amparo, donde da vueltas el tambor en la ruleta rusa de la vida, donde se pierden y se encuentran -y se vuelven a perder- las pobres víctimas de un destino vestido con traje negro.

Dirección: Victor Conde

Libreto: Christian Simeón

Música: Patrick Laviossa

Adaptación de texto: Jorge Roelas

Adaptación de las canciones: Alicia Serrat

Dirección musical: Marc Álvarez

Intérpretes: Cayetano Fernández, Ignasi Vidal, Armando Pita y Ferrán González

Coreografías: Amaya Galeote

Iluminación: Juanjo Llorens

Escenografía: Daniel Bianco

Vestuario: Maipo

Producción ejecutiva: Santiago Ilundáin, Lino Patalano y Lope García

TEATRO INFANTA ISABEL. MADRID.

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