Fernando J. López acaba de entregar al público de Madrid Los amores diversos, obra acribillada de palabras y emociones que se entrelazan a lo largo de una noche tan intensa como oscura mientras tiene lugar, en una alfombra de libros, un, en palabras de su autor, thriller emocional que desentraña, a continuación, para Pop Up Teatro.
¿El primer libro que le deslumbró? Pero no me cuente, como todos los escritores, que fue Faulkner o Proust porque no le voy a creer. Menos mal que alguien se da cuenta de que todos los escritores mentimos… Por supuesto que no fue Faulkner, por mucho que luego me fascinara, ni Cortázar, que es quien me deslumbró cuando a los quince años me topé por primera vez con su Rayuela.
Menos mal que hay un escritor que lo reconoce. ¿Entonces? El primer libro que me enamoró fue Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl, ahí sentí que no solo quería seguir leyendo sino que, además, deseaba contar historias como esa que acababa de leer. Ahora que, como novelista juvenil, comparto catálogo y editorial (Loqueleo) con Dahl creo que se ha cumplido aquel sueño infantil.
Y ya pasados los años… ¿Sigue siendo valioso Charlie? Sin duda. Para mí es un referente de cómo la literatura, la de verdad, no tiene calificación de edad posible: es un texto aparentemente sencillo que, sin embargo, admite varios niveles de lectura. Es una obra que se puede disfrutar con los ojos de un niño, de un adolescente o de un adulto.
Dahl es aún uno de sus mentores literarios. Si, cuando me adentré en mi primera novela juvenil (El reino de las Tres Lunas) lo tuve muy presente. Y lo mismo en la siguiente (Los nombres del fuego). Roald Dahl, Michael Ende y Joan Manuel Gisbert marcaron mis lecturas de infancia y rompieron moldes, cada uno en su estilo, dentro de lo que entendemos por literatura juvenil.
Y es que cuando alguien es un letraherido ya lo es para siempre…
Una vez que la ficción entra en nuestras vidas, ya no hay cura posible. Ni para quien lee, ni para quien escribe. Autores y lectores somos adictos a esa opción fascinante -y, a ratos, peligrosa- que es vivir otras vidas…
La literatura es… ¿refugio, excusa, escondite, aliento, consuelo? Es el espejo en que vemos lo que intentamos ocultarnos a nosotros mismos. No nos consuela porque nos dé refugio, sino porque nos obliga a enfrentar miedos, fantasmas y demonios que, fuera de la intimidad de esa lectura, no querríamos contemplar. Los grandes libros no nos reconfortan, sino que nos incomodan al hacernos conscientes de nuestra realidad y esa incomodidad, ese interrogante perpetuo, es lo que nos hace también más libres.
¿Cual fue su propósito inicial con Los amores diversos? ¿Una catarsis, una necesidad, un “yaeslahorayatocacontar”? ¿Todo lo anterior? Una necesidad de hacer una doble reivindicación: por un lado, gritar a favor del amor a nosotros mismos, en contra de esa visión manida y nociva del amor donde todo es cadena, dependencia y atadura; por otro, convertir la literatura y, más aún, la poesía en la gran protagonista de esta obra, construir un texto que fuera en sí mismo una isla de palabras idéntica a la que habita su protagonista, Ariadna, un lugar donde quienes no se identifiquen con la vulgaridad y la vacuidad que parece predominar en ciertos medios y entornos puedan encontrar un lugar donde sentirse a gusto.
Es imposible (o, aún peor, es posible) escribir Los amores diversos sin haberlo vivido antes… En general, no es posible hablar de nada si no se parte de la emoción, de la experiencia y de la verdad. Escribir, en ese sentido, es un ejercicio tan doloroso como terapéutico y, en este caso, admito que fue más lo primero que lo segundo. Escribir Los amores diversos me obligó a bucear en sentimientos pasados, en lugares recónditos donde guardamos esos momentos que sabemos que no vamos a olvidar pero que preferimos no mirar de frente. Había que hablar de la muerte, de la soledad, de los amores que nos consumen porque aceptamos las migajas que nos da alguien incapaz de ofrecernos lo que realmente necesitamos…
La obra tiene mucho de celebración.
Por eso esta obra es tan intensa y, a la vez, tan luminosa en su final, porque al profundizar en ese dolor solo encontré un camino: el carpe diem. Si la vida es esencialmente trágica –pues así lo es su desenlace-, busquemos el modo de, como dice Ariadna, “celebrar lo poco que tenemos”.
También es imposible (o, aún peor, es posible) escribir Los amores diversos sin la serenidad, maduración y aceptación; son tranquilidad. En este caso la serenidad vino en la fase de corrección, no de escritura. Durante unas semanas rescaté mis poemarios más queridos –y leídos- de mi biblioteca y me dediqué a buscar en ellos aquellos versos que, en diferentes etapas de mi vida, me habían marcado. Tracé una biografía ficticia para mi personaje a partir de esos versos, jugando con referencias que –en realidad- tienen mucho que ver con las mías. Y una vez que el camino literario y vital estuvo trazado me lancé a la composición del texto. Esta función exigía que su escritura se hiciese desde la vehemencia de su personaje y no admitía la distancia que sí he empleado en otras, el monólogo de Los amores diversos tenía que nacer del mismo lugar que la rabia y el dolor de Ariadna, así que era preciso que me situase en un plano tan próximo al suyo como me fuese posible.
La función no se puede concebir sin Rocío Vidal. No habría escrito esta función sin Rocío: nos cruzamos gracias a un proyecto anterior y enseguida supimos que queríamos trabajar juntos. Yo tenía ya a Ariadna y a su mundo en mi cabeza, pero necesitaba una actriz valiente que pudiese afrontar un reto tan exigente como este. Cuando Rocío me dijo que quería ser mi protagonista sabía que íbamos a vivir algo muy especial… Y así ha sido. Su entrega en el escenario es excepcional y su capacidad para transitar por todos los espacios emocionales que atraviesa el personaje consigue que el público viva cada emoción con la misma intensidad con la que yo las había imaginado mientras escribía la obra. De momento, estamos solo en el inicio de este viaje, pero ya sabemos que deseamos que sea una larga travesía…
Fotografía: Manolo Pavón
Rocío es la mítica Maga de Cortázar. El personaje de Cortázar recorre la función y forma parte de un momento esencial en la vida de Ariadna. Tal y como sucede en Rayuela, tampoco yo habría sabido cómo moverme a través de esta isla de Naxos que es su vida sin la presencia de mi particular Maga, Rocío Vidal.
Rocío es, también, Ariadna. Como decía Sócrates, los nombres no son casuales. En todas mis obras, tanto en las teatrales como en las novelísticas, los nombres de los personajes encierran un porqué. Ni uno solo de mis personajes posee un nombre casual… En el caso de Ariadna, la referencia mitológica resulta evidente: es una mujer perdida en una isla –la de la soledad de su padre, la de su propia soledad-, en medio de un laberinto de libros, de versos y de recuerdos donde tiene solo una noche para hallar la salida de ese mundo que la oprime y en el que se ha olvidado de su propia identidad. Asumir su nombre se convierte, desde un punto de vista simbólico, en un reto necesario para asumir también su propio yo. Y la culpa que, por un motivo que solo conoceremos en el último tramo de la obra, vamos a descubrir… En ese sentido, me gusta calificar Los amores diversos de “thriller emocional”, pues toda la obra se construye sobre un secreto que no se desvela hasta los últimos minutos de la función.
Con muy pocos elementos materiales, Quino Falero llena y colma el espacio escénico. Es un director lleno de talento y de sensibilidad. Ya habíamos trabajado juntos en otros montajes y tras adentrarnos en el drama intimista (Cuando fuimos dos) y en la comedia ácida (De mutuo desacuerdo), queríamos poner en pie un monólogo. Su dirección está llena de poesía y de sensibilidad, como en todo lo que hace. Este es un paso más en nuestro trabajo juntos, pues ambos compartimos un lenguaje y, sobre todo, un concepto del teatro como comunicación, compromiso y emoción.
El resto del equipo se ha volcado. En esta ocasión nos hemos rodeado de un equipo magnífico que comparte esa misma visión, como Mariano Marín (el autor de la música y del espacio sonoro), que ha vestido las palabras de Ariadna con un mundo de evocación y sensorialidad o Mónica Boromello, nuestra escenógrafa y creadora de la enigmática isla de libros en la que se desarrolla la acción escénica.
Para ser un letraherido la obra es muy ambigua con la función de la literatura. Necesitamos la literatura, sin duda. La función es un canto de amor a esos libros que nos construyen, que forman parte de nuestra vida y que, como en el caso de Ariadna, incluso nos permiten medir y entender nuestra propia cronología.
Entonces… ¿ Necesitamos la literatura para saber que no la necesitamos?
La ambivalencia de la obra radica en que se rechaza la vida desde la cita o la referencia ajena: los textos nos construyen cuando los recreamos, cuando no nos limitamos a hilvanar las voces ajenas, sino que a través de ellas, encontramos la nuestra. El viaje de Ariadna en la función tiene mucho que ver con eso: de los versos de otros a los versos propios. Sin la literatura no podemos encontrar esa voz, pero solo con la literatura tampoco es suficiente.
Uno de los dos personajes de la función, el invisible (y siempre presente) padre de Ariadna es clave. ¿Hay que matar al padre para que, paradójicamente, vuelva a vivir? Esta obra se rebela contra esa idea de matar al padre. Es un tema que ya abordé en otros textos, como mi novela La edad de la ira y, en esta ocasión, quería afrontar la relación padre/hija desde un lugar distinto, centrándome en ese momento en que asumimos que nuestros padres son, ante todo, personas y entendemos, por fin, sus circunstancias y su recorrido. Quería presentar a un personaje que está demasiado acostumbrada a culpar a su familia de todo cuanto le sucede y obligar a que se viese a sí misma como una persona independiente y que no puede seguir en esa minoría de edad que, en cierto modo, ha escogido para justificar ciertas carencias. En la obra no se mata al padre, sino que es su muerte la que le permite a Ariadna volver a abrazarlo.
Además, el padre de Ariadna no solo es un filósofo, es un “filósofo de la sospecha”, es decir alguien que ha llegado, tras buscarlo, a encontrar que no hay NADA… ¿o sí? Como todo en esta obra, no hay una respuesta única. Tanto el padre como Ariadna están llenos de contradicciones y ahí, precisamente, radicó el trabajo más complejo y, a la vez, fascinante del monólogo. Quería que fueran dos individuos con muchas caras, dos personajes tan poliédricos como, si nos observamos, lo somos cada uno de nosotros. Su trilogía del no puede que sea cierta o, como afirma su hija, tan solo una pose. La duda queda en el aire y quiero que sea el espectador quien decida cómo era él. Incluso cómo es ella. No soporto las obras que aleccionan y juzgan a los personajes y, en este caso, cuento con la complicidad de Quino, que siempre construye sus obras desde esa verdad escénica en la que cada personaje defiende su postura y sus ideas con todas las armas posibles.
El padre de Ariadna sabe que lo único que importa es lo que no se puede expresar con palabras.
O quizá es que no ha encontrado las palabras para hacerlo… Me cuesta creer que lo inefable sea real (será que me puede mi alma de lingüista). En realidad, esa es una de las grandes luchas de Ariadna en la función: está cansada de ser alguien a quien no se puede nombrar en la vida de la mujer a quien ama. Emma se justifica diciendo que las palabras matan la realidad, pero ella está convencida de que lo que no se menciona, ni siquiera existe.
La visibilidad…
Es uno de los grandes temas de esta obra: no somos cuando nos escondemos, cuando ocultamos nuestra identidad, cuando no tenemos el valor de escribir nuestras propias páginas y nos limitamos a releer las que escribieron otros.
Una famosísima canción de los Bee Gees (Words) dice: “Son solo palabras, y no tengo otra cosa, para llevarme tu corazón”. Parece el lema de la función. Amamos con palabras. Sentimos con palabras. Hacemos el amor con palabras. “Me gusta cuando me llamas Ariadna. Cuando no soy Ari. Cuando no me resumes”. La escena más sensual de la función está construida desde el verbo, desde ese instante en que la piel es lenguaje y el lenguaje, piel. Lo que no se nombra no existe. Tampoco el placer.
Es curiosa la dualidad que preside la obra: el odio/amor al padre; el odio/amor a las palabras; el odio/amor a lo que se calla y a lo que se cuenta. Nuestra vida es así, ambivalente. No somos seres unívocos, ni unidimensionales. No me interesa el teatro que esquematiza a los personajes, sino el que nos ofrece un dibujo lo más complejo posible. En mi literatura, además, es frecuente que los personajes se mientan, se pierdan, se confundan… A veces de manera consciente y, en otras ocasiones, de forma inconsciente. ¿Quién no lo hace?
“¡Como quieren los amantes la luz de la cotidianidad!”, se dice en un momento de la obra y, a la vez, instintivamente, la rechazan. Nada es tan difícil de gestionar como la rutina y lo cotidiano. Ansiamos compartirlo todo, pero olvidamos que ese todo es siempre un desafío: si a veces resulta difícil convivir con uno mismo, ¿cómo no ha de serlo cuando tenemos que aprender a caminar junto a alguien?
No es la primera vez que se hace esa pregunta. La reflexión sobre la pareja y la intimidad es uno de los temas que me obsesionan y aparecen en casi todas mis obras teatrales y novelas de un modo u otro. En concreto, hay tres que abordan este asunto de manera casi protagonista y que conforman, en mi concepción como autor, una singular trilogía. Estos tres títulos son Los amores diversos, Cuando fuimos dos y la novela que saco con Dos Bigotes el próximo 23 de mayo, El sonido de los cuerpos.
En plural... No es casual que los tres títulos tengan un plural (amores, dos, cuerpos), porque de eso, de la complejidad de lo plural y de la incomprensión de lo individual, tratan todas ellas.
El sonido de los cuerpos… Es una novela negra que, bajo su trama de intriga, guarda muchos puntos en común con Los amores diversos, pues en ella se plantea una reflexión sobre la vida en pareja, el desconocimiento del otro o la relación que mantenemos con nosotros mismos y nuestra supuesta verdad.
La ambivalencia y la dualidad se extienden a la exclusiva, excluyente y totalizadora poesía y visión del amor del gran Pedro Salinas, a quien Ariadna rechaza y acepta cuando encuentra el poema final. Es un juego estructural que encontré, como Ariadna, al final del proceso. Viví la misma angustia que ella buscando ese poema. Ese último texto debía ser tan significativo para el sentido de la obra como lo es en la vida de la protagonista, así que era preciso que, para que el viaje tuviera sentido (de ahí la mención casi inmediatamente anterior a la Ítaca de Kavafis) era necesario que Ariadna recuperara a un autor a quien nos hubiese presentado desde la óptica contraria. Su punto de vista ha variado esa noche y eso, en teatro, ha de verse. En teatro importa lo que se ve, lo que sucede y, en realidad, en esta obra pasan muchas cosas. No es un relato del ayer, es una vivencia en el hoy de ese ayer y cada recuerdo que se abre, cada verso que se recita provoca un cambio más en el personaje. Ahí radica la dificultad interpretativa de esta obra, pues Rocío Vidal encarna una metamorfosis brutal y de la que el público se convierte en testigo en los ochenta minutos que dura la función.
A punto de acabar la obra, ¿Ariadna hace las paces, se acepta, o solo se da una tregua? El final está pensado para que sea el público quien responda esa pregunta. Nunca cierro mis finales más allá de lo que exige la trama. Me aburre la literatura que nos subestima y nos cierra el mundo con un desenlace obvio en el que no cabe nada más. Los finales que me gustan son aquellos donde, con su vivencia como espectador y como lector, es el público quien escribe la página final.
Las generales de la ley: ¿Cómo, cuándo, dónde y porqué se imagina usted dentro de 10 años? Hace mucho que no me imagino a largo plazo. Mi vida ha cambiado mucho y he pasado del mundo de la edición, a la enseñanza, a la novela, al teatro… Ahora compagino todas esas facetas y solo sé que me gustaría seguir como en este instante, trabajando en oficios que me apasionan y que tienen un rasgo común: la comunicación. Y la creación. Lo único que sí sé es que quiero imaginarme rodeado de la gente que ahora mismo da sentido a mi vida, mi pareja –sin él sería imposible nada de todo esto-, mi familia, mis amigos… Como diría Ariadna, me imagino celebrando la vida con ellos.
Nos vamos. Usted tiene muchas, escoja las palabras para una despedida. No soy de despedidas, sino de reencuentros. Así que esperemos al siguiente. Y seguro que no tarda en suceder.